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sábado, abril 19, 2025

La nueva historia de Marcelo Birmajer: El hombre compatible

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Manuel había concluido su turno de mozo en la marisquería Pontevedra, en la pequeña callejuela de Madrid, en mayo de 1970. Llegó inusualmente tarde a su pensión de la calle Ribalta, quizás porque bebió más copas de licor sobrantes que las habituales -ofertadas gratuitamente a los clientes con el postre-, y agregó calles improbables a su retorno, para no encontrar despierta a la patrona, la mujer mayor a la que pagaba en parte con su atenciones el pernocte, y a la que recientemente había dicho que no le gustaban las mujeres, sólo para postergar sus requerimientos.

Su cama perfectamente hecha gracias a los desvelos de la veterana, lo recibió no obstante con desgano: le costaba dormir. ¿Qué pasaba aquella noche? Parecía un pre anuncio. Sin embargo, quizá no fuera más que la acumulación de tantas jornadas insensatas. Lo que se no se esperaba, en cualquier caso, eran visitas. A las diez de la mañana, tras una duermevela inquieta y frustrante, Elvira irrumpió en la habitación con un té lavado y una queja:

-Tienes visita. Aguarda por ti en la recepción.

Manuel había nacido en Argentina. Su abuelo había emigrado de España, derrotado en la Guerra Civil: la oveja negra en una familia de la nobleza. Llegaron a Buenos Aires con lo puesto.

José, el abuelo, consiguió trabajo de portero en un edificio de la calle Quintana. Murió tempranamente.

Valentín, el padre de Manuel, conchabó como empleado de una marroquinería de la calle Cerrito. Finalmente un tío duque de Zaragoza había fallecido dejándoles tierras y pesetas como para vivir desahogados el resto de su vida. Regresó el grupo familiar a Madrid, pero Valentín los abandonó por una mujer extremadamente joven. No volvieron a saber del padre ni de la herencia. La madre murió de pena. Manuel permaneció varado en Madrid hasta aquella misma mañana de marras.

El visitante se expresaba en un acento extranjero. Lo mismo podía ser americano que ruso. Era alto y de mirada furtiva. Manuel no acababa de descifrar su pretensión.

-Pertenezco a una firmas de altas estudios de ultramar -decía el botarate, como un vendedor de baratijas o elixires-. Usted ha sido seleccionado entre un millar de postulantes.

-Pero yo no me he postulado a nada -replicó Manuel-.

-Lo sé -refrendó el desconocido-. Me refiero a nuestro catálogo. Usted es mozo. De nuestros registros se deduce que será el indicado para compatibilizar con Ava Gardner. Ha de conocerla. Se le pagará generosamente.

¿Quién podía ser este orate?, continuaba porfiando Manuel. ¿Acaso me habrá confundido con otro?.

Precisaba un café, no un té.

-Ava Gardner funge un galán de cobertura. Pero selecciona camareros en medio de la madrugada. Es discreta y generosa. Lo ubicaremos en un piringundín de cercanía El Escorial. Nos encargaremos de que sea su mesa. Luego, usted la sigue. En su casa, cerca del alba, irrumpirá Perón. Usted lo conoce. Es argentino. Con este click en la solapa… foto.

El desconocido le estampó una flor en el ojal. Tomaron un carajillo en el bar llamado El Museo. Se puso de pie, le tomó una mano y le explicó prácticamente cómo se oprimía el botoncillo imperceptible. De haberlos visto Elvira, se habría creído lo de que no le gustaban las mujeres. Sin demasiadas alharacas, el desconocido le dejó dos sobres blancos, uno repleto de pesetas, el otro de dólares.

Ya le habían indicado pedir el franco en la marisquería. Al atardecer, para gran sorpresa de Elvira, a quien había dejado dos semanas completas sin premio, lo pasó a buscar una camioneta gris. Lo depositaron en el piringundín de cercanía El Escorial, con su uniforme de camarero.

A la una y media de la mañana, sólo para Ava Gardner quedaba abierto el sitio. La diva llegó acompañada de dos amigas, y un varón al que no le gustaban las mujeres. Ya venían bebidos, y arrasaron con el resto de los espirituosos como si fueran una tripulación de piratas en un barco extranjero.

Efectivamente, Ava eligió a Manuel para llevarlo de consorte secreto. El señor los condujo en una limousine. Arribaron a las tres de la mañana a una mansión habitada por celebridades, mascaritas y comedidos. Todos borrachos. Ava pasó por entre la multitud, llevando de su mano a Manuel. En la habitación de la mujer más hermosa del mundo, Manuel reconoció al torero más famoso de España. Parecía recién despierto, se vestía.

-¿ A dónde vas? -le preguntó la diva-.

-A contárselo a mis amigos -dijo desganado el ibérico, como si repitiera un acto delante de Manuel-.

-Los que cuentan sin hacer -suspiró Ava; y arrastrando a Manuel al lecho, agregó:- Los que hacen sin contar.

A alguna hora perdida, que Manuel no pudo computar, se escucharon gritos, intercambio de insultos. Indudablemente era la voz de Juan Domingo Perón. El mozo argentino quiso saltar del lecho para cumplir su misión, pero Ava lo retuvo. Aguzando el oído, se pescaba levemente afónica la inconfundible sonoridad de Sinatra.

Al día siguiente, cuando pasó el implicado a reclamar la flor artificial por la pensión, Manuel reintegró ambos sobres, dólares y pesetas, aclarándole su renuncio. No había tocado ni una peseta ni un dólar. Tampoco la flor.

En fin -caviló el anónimo contratista-. ¿Al menos cumplió con la diva?

-Ni eso -mintió Manuel-.

Había sido una noche argentina, de la que no debía hablarse. Se prometió regresar en cuanto pudiera a su tierra natal.

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